«Me fui de París e incluso de Francia pues la torre Eiffel acabó fastidiándome bastante», afirma Maupassant al principio del libro. Abrumado por las multitudes que asisten a París con motivo de la exposición universal de 1889, el escritor francés decide escapar a sitios más relajados. El viaje le lleva primeramente hasta Italia, por mar, en busca de arquitecturas más viejas. Su paseo en velero por la costa italiana nos deja espléndidas estampas de Génova, Florencia, Pisa o Nápoles, aparte de muchos otros rincones descritos con una observación irremediablemente personal. A Sicilia dedica Maupassant una etapa especial del viaje y la mayor parte de su períodico. Parece que le guía sobre todo la intención de desmentir los tópicos de su tiempo sobre la isla: «Los franceses están convencidos de que Sicilia es una zona salvaje, bien difícil e incluso dañina. De vez en cuando un viajero, que pasa por ser un temerario, se aventura hasta Palermo y regresa afirmando que es una ciudad muy interesante. Y eso es todo.» La última etapa del viaje de Maupassant le obliga a embarcarse en otro mar, esta vez de arena: su paseo africano comienza en Túnez y se adentra en el desierto hasta Kairuán.