La víspera de la Navidad del año 2000, el joven camerunés Isaac Ebelle partió de su humilde chabola para encarar la ruta de la emigración ilegal a Europa. Dejaba atrás una familia destrozada, una novia embarazada y un porvenir sin esperanza. Le aguardaban el desierto mucho más horrible del mundo, las mafias que se nutren de la desesperación humana, los cayucos, las alambradas, los campamentos de asilados, la corrupción y la maldad en estado puro, y también la solidaridad mucho más espléndida. Enterró a sus hermanos de viaje, fue testigo de violaciones y torturas, burló a la muerte, se sobrepuso al fracaso, la deportación, el secuestro, el apetito y la sed. Y en el momento en que alcanzó su objetivo, pudo comprobar que en el sueño que le había sostenido también cabían la explotación y el racismo.