Los Cuentos de un peregrino ruso pertenecen al movimiento literario ruso del siglo XIX, en lo que tiene de más sereno y puro. El peregrino provoca que el lector penetre en el corazón mismo de la vida rusa, poco después de la guerra de Crimea y antes de la abolición de la servidumbre, es decir entre los años 1856 y 1861. Todo esto encuadrado en una llanura inmensa con iglesias de colores claros y campanas refulgentes y sonoras. El campesino, en su peregrinar, conoce a condenados a trabajos forzados, desertores, nobles, miembros de distintas sectas, sacerdotes del campo; pero nada lo detiene. Cristiano ortodoxo como es, su preocupación es pasar de la noche obscura por la noche radiante: la contemplación de la Santísima Trinidad. La fe del peregrino no es emotividad poética. Nutrido de las enseñanzas teológicas, todas sus acciones son guiadas por el deseo de la perfección de la vida espiritual, cuya finalidad es la contemplación. Si la fe antecede a las proyectos, sin proyectos la fe no existe. Reuniendo todas las fuerzas de su espíritu para contemplar el Ser Absoluto, recibe a veces de Cristo, el nuevo Adán, varios de los privilegios del Adán primero. Consigue ignorar el frío, el apetito y el dolor; exactamente la misma naturaleza le semeja transfigurada. «Árboles, hierbas, tierra, aire, luz, todas estas cosas me comentan que hay para el hombre y que para el hombre dan testimonio de Dios. Todos oraban, todos cantaban la gloria de Dios.»