Afganistán, 1990. El régimen pro soviético de Najibulá semeja ofrecer sus últimos estertores tras mucho más de una década de guerra contra los muyahidines. El país, sin saberlo, está abocado a un conflicto fratricida que terminará desembocando en entre los regímenes mucho más brutales de la historia moderna: el de los talibanes. En ese ámbito caótico un joven italiano, de nombre Alberto Cairo, aterriza en el aeropuerto en todo el mundo de Kabul. Es fisioterapeuta y viene a trabajar para la Cruz Roja. Está pensado que se quede un año. Si soporta: la mayor parte de los que llegan abandonan en cuanto pueden este país en proceso de descomposición. Pasaron 28 años desde entonces y aquel idealista italiano prosigue adelante de la misión de la Cruz Roja en Afganistán. Muyahidines, talibanes, la invasión norteamericana de 2001, la llegada de la democracia, el desembarco de Estado Islámico… Casi tres décadas transporta abierto el centro de rehabilitación dirigido por Cairo. En él, prácticamente un 90% de los trabajadores fueron antes pacientes. Víctimas, en su mayoría, de las minas antipersonas. Humanos convertidos en trozos de sí mismos, sin futuro y sin ilusión. Pero Cairo ha conseguido cambiar todo eso. «No hay trozos de hombre» es uno de sus lemas. Y lo demuestra cada día dando trabajo y dignidad a un ejército de tullidos que hoy enarbolan sin entrar en dudas la bandera de la promesa.