Lo que en este momento os voy a contar es tan cierto como que el fuego quema y el hielo, asimismo.
Sabed, amigos míos, que 2 pueblos, 2 enormes clanes, habitaban una tierra apartada del resto del mundo. Se creían tan distintas como la noche lo es del día, y en verdad, os lo aseguro, lo eran.
Apasionado del valor y de las armas era el clan Kranyal; guerreros de bravo corazón y maestría en el arte de la pelea. Protectores de la vida y la tranquilidad eran los Djendel, pacíficos sacerdotes bendecidos con capacidades que iban alén de lo natural, cuyo empleo restringían con estrictos códigos.
Sus historias discurrían por separado, pero un día la frágil armonía quedó alterada y el entramado del destino cambió para siempre. Los dos pueblos salvaron sus recelos y unieron sus caminos por la fuerza de la necesidad. Juntos fundaron un joven reino llamado Neimhaim. Largo y quebradizo sería el camino de su unión; para allanarlo, sus líderes acordaron ceder el mando a sus hijos primogénitos, quienes regirían Neimhaim como mujer y esposo. No podían imaginar que, lejos de allí, un dios desterrado urdía pacientemente un plan para llevar a cabo de esos pequeños un instrumento de venganza contra sus iguales.
De este modo comienza la crónica de los Hijos de la Nieve y la Tormenta.
De este modo se me contó un día, hace un buen tiempo.