Eran cómplices de aventuras. Como Los Cinco, esas novelas juveniles de unos amigos indivisibles. Lo fueron hasta el momento en que un segundo lo cambió todo. Los veranos de la infancia, la vida sin prisas y aquella amistad que parecía eterna reventó en un coche una madrugada de invierno. El peso de la culpa dinamitó sus sueños y dejaron de verse. Pero la delirante promesa de celebrar juntos el 40 cumpleaños de un muerto volverá a reencontrarlos veintiún años después. Pasó demasiado tiempo. Se han convertido en desconocidos, pero todos deciden cumplir y pasar 4 días juntos para redescubrirse y revisar que alén de la muerte, alén del dolor, está la vida y esa amistad que les forma parte y ha dado valor a su supervivencia.
Las olas del tiempo perdido nos traslada a los veranos de la niñez, aquellos que creímos infinitos. Un tiempo que nos recuerda la relevancia de formar parte, de volver a la tribu, de recobrar, siendo adultos, a los niños que fuimos.
El dolor, como el cariño, es una fiera indomable que araña y sana a partes iguales.