El pasado 24 de febrero Rusia inició la invasión de Ucrania. Lo que probablemente se concibió como un golpe de mano para deponer al gobierno de Zelenski, desarticular sus fuerzas armadas y ocupar el país con las entidades que Moscú había estado concentrando durante meses cerca de la frontera ucraniana ha derivado en un sanguinolento conflicto que ha superado los cien días de duración. No está claro cuál va a ser su resultado, pero la invasión está siendo un revés militar para Moscú. Conforme avanzaba la contienda y se observaban las gigantes faltas de las fuerzas armadas rusas, el Kremlin ha restringido su área de operaciones y ha limitado sus propósitos estratégicos. Nos encontramos frente al mayor conflicto en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial y la primera gran guerra usual desde la invasión de Irak hace casi veinte años. Un conflicto que está poniendo punto final al instante unipolar surgido tras la caída de la Unión Soviética, que acelerará el declive de Rusia y su acercamiento a China y que, independientemente de su desenlace, supondrá el objetivo de un orden en todo el mundo liberal mucho más aspiracional que real. Un conflicto donde una Unión Europea supuestamente determinada a transformarse en actor geopolítico tendrá un bien difícil papel que jugar.