Recuerdo las paredes de ladrillo pintadas, las filas de casilleros abollados, el sonido de risas adolescentes rebotando contra el techo bajo. Con mis libros de texto aferrados contra mi pecho, iba viendo atentamente los semblantes de los compañeros de clase que pasaban, con la promesa de localizar a algún amigo que hiciese contacto visual. Que me devolviese la sonrisa. Que afirmara mi nombre. Tras cumplir veinte años, este anhelo de ser vista por los demás continuó. Deseaba ser visible, no pasar inadvertida. Que me tuvieran presente, no que me descartaran. Pero daba la sensación de que, cuanto mucho más procuraba llamar la atención de los demás, mucho más miraban para otro lado. Solo cuando toqué fondo descubrí que Alguien siempre tuvo su mirada puesta en lo personal en mí: el Dios de toda la creación. Él me ve. Como te ve a ti, amada. Desde el comienzo, «vio Dios todo cuanto había hecho, y hete aquí que era bueno en enorme manera» (Génesis 1:31). Desde ese día, mantuvo la mirada fija en los suyos de manera personal: «Por el hecho de que los ojos del Señor contemplan toda la tierra, para enseñar su poder a favor de los que tienen corazón idóneo para con él» (2 Crónicas 16:9). No se compone con mirarnos únicamente; nos mantiene, nos anima y nos fortalece. Su cuidado particular por las mujeres se prueba en la historia de Lea, cuyo marido, Jacob, la desdeñaba. Dios vio su dolor y curó con un obsequio su corazón roto: «Y vio el Señor que Lea era menospreciada, y le dio hijos» (Génesis 29:31). O considera la historia de una viuda en Naín, que lloraba por la muerte de su único hijo. «Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le ha dicho: No llores» (Lucas 7:13). Nada escapa a su mirada bien personal; de forma especial, nuestro dolor. Aunque los demás no nos vean, podemos estar seguras de que Él sí. Tras observar cómo una mujer conmovida ungía sus pies con lágrimas, Jesús le preguntó a Simón el fariseo: «¿Ves esta mujer?» (Lucas 7:44). Lo único que Simón veía era a una prostituta sin nombre. Lo único que Jesús veía era un corazón consagrado a Él. Tanto el título como el primer artículo de este libro, Visto por Dios, dejan claro que tu relación con Dios es algo bien personal. Dios ve a Agar, ve a Lea, ve a la viuda, te ve a ti, cada minuto de cada día, en lo personal. Nunca se cansará de mirarte. Y para Él, siempre vas a ser bella. Que logres ver su amor en cada página. – Liz Curtis Higgs