Estaba acostado sobre el pilar de piedra centenario. El arco de media punta le resguardaba de la fría lluvia que, junto al helado viento del norte, asolaba la localidad vieja de la Península Ibérica. Sus dientes castañeaban; pese a los guantes de piel forrados de lana de cordero, tenía que pegar fuertemente sus manos a fin de que no se quedaran heladas, unas ocasiones entre sí, y otras contra los muros de la plaza, cuya antigüedad se remontaba a la temporada de los romanos. Las piernas se encontraban en exactamente la misma situación de principios de congelación. Sus 2 pantalones, uno de pana y otro de cuero, no eran suficientes para combatir contra el profundo frio que cada minuto hacía disminuir la temperatura. En ese instante el reloj de la plaza del viejo consistorio marcaba las siete de la tarde, anunciándolo con fuertes campanadas. La catedral próxima no se dejó aguardar y entre los 2 elevaron al cielo su sonido triste como la tarde, a fin de que los respetables ciudadanos recordaran sus obligaciones, sin olvidar a los fallecidos, que en sus tumbas aguardaban las oraciones del rosario que, a esa hora, se celebraba en el altar mayor de la imponente catedral, a fin de que los liberara y Dios los enviara al espacio glorioso de la eternidad.